lunes, 1 de noviembre de 2010

LA INSEGURIDAD CIUDADANA HA CAMBIADO NUESTRAS VIDAS (*)

Por Jaume Curbet (**)

* Una versió molt ampliada d’aquest article es pot trobar a Curbet, J. (2010). El rei nu: Una anàlisi de la (in)seguretat ciutadana [Edició en castellà: El rey desnudo: La gobernabilidad de la seguridad ciudadana (2009). Edició en italià: Insicurezza: Giustizia e ordine pubblico tra paure e pericoli (2008)]

** Director del Màster en Polítiques públiques de Seguretat (Universitat Oberta de Catalunya i Institut de Seguretat Pública de Catalunya). Investigador associat de l’Institut d’Estudis Regionals i Metropolitans de Barcelona. Autor, en els darrers anys, de La glocalización de la (in)seguridad(2006); Temeraris atemorits: L’obsessió contemporània per la seguretat (2007); Conflictos globales, violencias locales(2007); Insicurezza: Giustizia e ordine pubblico tra paure e pericoli(2008) [Edició en castellà: El rey desnudo: La gobernabilidad de la seguridad ciudadana(2009). Edició en català: El rei nu: Una anàlisi de la (in)seguretat ciutadana(2010)].


1. LA GLOCALIZACIÓN DE LA INSEGURIDAD

Las preocupaciones locales por la seguridad ciudadana han copado, las dos últimas décadas, los primeros lugares en las encuestas sobre las cuestiones que más preocupan la opinión pública, y han obtenido el tratamiento más espectacular a los medios de comunicación y, por lo tanto, también la prioridad en las agendas políticas.

Sin embargo, nuestra tendencia a pensar siempre en soluciones mejores sin ni siquiera considerar la posibilidad de enfrentarse a las causas del problema para eliminarlo [Panikkar, 2002] relega, demasiado a menudo, el análisis del problema y, por lo tanto, su comprensión. Hasta el punto que, en la práctica, el llamado "problema de la inseguridad ciudadana" se ha convertido en uno de los recursos, si no el principal, más usados -sin excluir la demagogia más descarnada- en las batallas políticas (por los votos) y mediáticas (por las audiencias). De manera que se hace difícil, cuando no simplemente imposible, el debate informado y sereno sobre las dimensiones del problema, sus causas y, sobre todo, las soluciones realmente disponibles. Los efectos de esta carencia injustificable, lejos de constituir una simple anomalía técnica, adquieren una relevancia política colosal.

Ya sea como resultado de la existencia de importantes intereses -corporativos, políticos y económicos- vinculados directamente a la existencia de unos niveles sostenidos de inseguridad ciudadana, o bien como consecuencia de la predisposición psicosocial a descargar las ansiedades difusas y acumuladas sobre un objeto visible, próximo y fácilmente asequible (mecanismo del chivo expiatorio), o todavía más probablemente, como la sinergia perversa de ambos factores -es decir, la conjunción entre los intereses creados en la inseguridad y la necesidad psicosocial de descargar la ansiedad acumulada-, la cuestión es que el problema de la inseguridad ciudadana constituye, sobre todo un problema mal formulado; y, los problemas mal formulados, como es bien sabido, no tienen solución. Entonces, advertir que nos estamos enfrentando a un problema mal formulado se convierte en la condición previa y del todo necesaria para encontrar la salida de este auténtico callejón sin salida.

Son dos, en mi parecer, las razones principales que explican este despropósito. En primer lugar, el problema de la inseguridad ciudadana se construye -a causa de la falta de compromiso económico y social por parte del Estado [Wacquant, 2006]- arrancando una parte específica de las preocupaciones por la seguridad (la inseguridad ciudadana -que se materializa en la esfera local) del resto (la inseguridad social -la cual se genera a escala global). En segundo lugar, la formulación del problema de la inseguridad ciudadana se sustenta en la confusión, en buena parte interesada, entre la dimensión objetiva (la probabilidad de ser víctima de una agresión personal) y la dimensión subjetiva (el temor difuso a la delincuencia); de manera que, casi sin necesidad de distinguir entre el riesgo real y el percibido -que, a pesar de sus evidentes interconexiones, aparecen claramente diferenciados-, las demandas de seguridad (la solicitud, por parte de los ciudadanos, de servicios de protección sean públicos o privados) apoyan en un temor difuso a la delincuencia que, a pesar de contener el riesgo real de ser víctima de una agresión, adquiere vida propia al margen de la evolución real de los índices de delincuencia.

Entre el riesgo y el temor

Es decir, sin un incremento real de la actividad delictiva, la percepción de inseguridad no parece aumentar significativamente. Con todo, una vez que la victimización incrementa la sensación de inseguridad, ésta adquiere una dinámica autónoma y diferenciada en que pueden intervenir muchos más elementos, que, únicamente, la expansión real de la delincuencia. De manera que, una correcta comprensión del fenómeno de la inseguridad ciudadana requiere tener bien presente que, «una vez consolidada, esta visión del mundo no cambia rápidamente. No es afectada por los cambios que se dan año tras año en las tasas del delito, aunque éstos impliquen reducciones en las tasas reales de victimización delictiva. Eso explica la aparente ausencia de una relación entre las tendencias del delito y el sentimiento de temor al delito. Nuestras actitudes ante el delito -nuestros miedos y resentimientos, pero también nuestras narrativas y formas de comprensión típicas del sentido común- se vuelven hechos culturales que se sostienen y son reproducidos por guiones culturales y no por la investigación criminológica o los datos empíricos oficiales» [Garland, 2005].

No es extraño, pues, que los que más experimentan esta sensación de inseguridad ciudadana no sean, necesariamente, aquellos sectores sociales que se encuentran más directamente expuestos al riesgo real a la agresión personal, sino aquéllos que no disponen ni de los recursos ni de la esperanza de vida requeridos para adaptarse a los vertiginosos cambios económicos, sociales y culturales que sacuden la denominada era de la globalización. Así se explica que en la configuración de este sentimiento de inseguridad aparezcan mezclados, con el miedo difuso de la delincuencia, otros temores (propios, en definitiva, de la inseguridad social global) que nada tienen a ver con el riesgo real para la seguridad personal.

En cualquier caso, la persistencia de este clima de incertidumbre asociado a la existencia de unos altos niveles de delincuencia, parece reflejar -en los ojos de los ciudadanos- ya sea una falta de voluntad de afrontar el problema o, peor, quizás una incapacidad para hacerlo. De manera que la extensión de los signos de desorden social lleva a los individuos a sentir en riesgo (real o percibido) en el territorio donde viven y, incluso, a tomar medidas particulares con el fin de protegerlo. Llegados a este punto, parece operar un doble mecanismo de adaptación: por una parte, los sectores sociales que disponen de recursos para hacerlo abandonan los lugares que amenazan de entrar en la espiral del desorden social y el declive urbano [Skogan, 1992]; por la otra, entre los sectores que no disponen de esta capacidad, el crecimiento del sentimiento de inseguridad alimenta no sólo las quejas sino también las actitudes y las reacciones punitivas.

A pesar de esto, la demanda de seguridad constituye una cuestión social que no puede, finalmente, ser reducida a la simple agregación de experiencias individuales o grupales y que, por lo tanto, requiere una respuesta política -en el contexto de una gestión integrada de la ciudad y de sus disfunciones- que sea capaz de trascender las respuestas meramente técnicas y represivas [Chalom i Léonard, 2001].

Llegados a este punto, todo indica pues que las demandas de seguridad, en nuestra sociedad, se configuran a partir del riesgo percibido a la delincuencia considerada como un todo indiferenciado -más que en base al riesgo real de ser víctima de un tipo específico de agresión-, prioritariamente, por parte de aquel sector de la población que se encuentra amenazado por la marginación económica y también por la social, cultural, política e ideológica.

Eso explica que las políticas públicas se orienten, prioritariamente, a responder a las demandas de seguridad de una población atemorizada (políticas de seguridad) más que a desactivar los diferentes conflictos que se encuentran en el origen de las diferentes manifestaciones de delincuencia (políticas sociales). Entonces, el círculo vicioso está servido: conflictos desatendidos que generan inseguridad en los sectores sociales más vulnerables; demandas de seguridad que responden al riesgo percibido antes que al riesgo real; políticas de seguridad que pretenden tranquilizar la población atemorizada sin modificar las condiciones de producción de estos temores; y, en consecuencia, inseguridad cronificada.

Reformular la inseguridad ciudadana

El estudio de la sensación de inseguridad (riesgo percibido) resulta fundamental para la correcta comprensión del fenómeno de la inseguridad ciudadana y, para eso, la estructura social y el territorio constituyen dos dimensiones básicas, ya que inciden en la desigual distribución de esta dimensión subjetiva del fenómeno entre la población [Curbet et al., 2007].

Con respecto a la estructura social, como hemos visto, la construcción del fenómeno de la seguridad ciudadana no se relaciona sólo con el riesgo real que experimenta la población de ser víctima de la delincuencia, sino que depende de muchos otros factores. Entre estos factores de riesgo, uno de los más importantes es la posición social de los individuos; que los hace más o menos vulnerables ante la inseguridad social. La necesidad de seguridad ciudadana se agudiza en aquellos grupos con una situación social más vulnerable, que experimenta una mayor sensación de inseguridad en todos los ámbitos de la vida y que dispone de menos recursos para afrontar los riesgos. En cambio, las personas dotadas de mayores protecciones otorgan una menor importancia a la seguridad ciudadana. Se trata de la población que disfruta de una posición competitiva en la economía global, políticamente integrada, con capacidad para desplegar nuevas formas de relación social, y que es consciente que dispone de recursos suficientes para controlar los riesgos.

Con respecto al territorio, las ciudades y sus barrios son mucho más que simples estructuras urbanas, ya que está allí donde se desarrollan las relaciones sociales de los ciudadanos, se materializan los aspectos positivos y negativos de la convivencia, y también son el lugar en el cual se plasman los temores y las seguridades de la población. La percepción de inseguridad en los barrios acostumbra a ser menor que en la ciudad; lo cual se explica por el hecho que el barrio es el espacio próximo y conocido, mientras que la ciudad es vivida como más lejana y desconocida. Los dos argumentos principales que confieren seguridad o inseguridad a un espacio son el lugar en sí, y la gente que lo frecuenta. Ambos factores se traducen en una única variable: el uso social del espacio, elemento básico para explicar el riesgo percibido en los diferentes territorios.

Otro factor que puede incidir en la percepción de inseguridad en el espacio público es el incivisme; porque la estructura de relaciones y la convivencia en el propio barrio es uno de los ámbitos privilegiados de la búsqueda de seguridades. El incivisme es, además, un factor que interviene en la percepción de inseguridad ciudadana a través del deterioro de los espacios públicos que suele comportar. Aunque el problema del incivisme pueda quedar también reducido a un chivo expiatorio de un problema mayor y más inquietante: la inseguridad ciudadana.

En todo caso, el problema de la inseguridad ciudadana resulta indisociable de la ausencia generalizada de indicadores fiables que permitan dimensionar correctamente las diferentes formas de delincuencia, continuar comparando su evolución a la de otras ciudades, países o regiones, y, finalmente, medir el impacto real de las diferentes políticas de seguridad. Entonces, la necesidad de disponer de indicadores fiables de la evolución de la delincuencia y la inseguridad, más que un reto exclusivamente metodológico, se ha convertido ya en una exigencia política de primer orden.

En la actualidad se dispone, cómo describe Torrente [2007], de tres fuentes de información para dimensionar los riesgos para la seguridad ciudadana que afectan a una comunidad: los controladores (policía, tribunales, inspecciones, etcétera), las víctimas y los transgresores. Los controladores ofrecen, claro está, exclusivamente datos relativos a los problemas que gestionan y normalmente se trata de cifras sobre infracciones o delitos procesados. Las víctimas pueden relatar sus experiencias, sus temores y sus demandas de seguridad; ofrecen, por lo tanto, un abanico de datos sobre la inseguridad tal como es vivida. Finalmente, los transgresores y los delincuentes pueden hablar de sus actividades, visiones e intenciones; siempre, claro está, tratándose de transgresiones o delitos reconocidos. Para recoger datos de cada una de ellas se puede recurrir a diferentes técnicas. Entre las más comunes, respectivamente, podemos encontrar las estadísticas policiales y judiciales, las encuestas de victimización y las encuestas de inculpación.

Sin duda, cada una de las fuentes y las técnicas utilizadas, por el hecho de que miden cosas diferentes, presenta sus propias limitaciones. Así, más de la mitad de los ilícitos penales no se denuncian y las sentencias condenatorias posiblemente no lleguen cuando menos al 8% de las denuncias; además, las estadísticas policiales tienden a sobre-representar "delitos de calle" -en detrimento de los de "cuello blanco" -, cometidos por jóvenes, hombres y de clase social baja. Por su parte, las encuestas de victimización encuentran dificultades para captar los acontecimientos con víctima colectiva; ponemos como caso, los delitos contra el medio ambiente, o bien los cometidos por organizaciones y profesiones. Finalmente, las encuestas de autoinculpación presentan problemas graves de no respuesta. En su conjunto, las diferentes fuentes tienden a sobre-representar las infracciones y los delitos cometidos en la vía pública y a infra-representar los otros; de manera que no hay una fuente ni una técnica ideal para evaluar la seguridad ciudadana. Así es que tanto los sociólogos como los criminólogos acostumbran a utilizar, en sus análisis, diversas fuentes. Sin embargo, las encuestas de victimización son, incluso con las limitaciones señaladas, la técnica que ofrece una visión más próxima a la realidad de la población; de manera que tienden a ser utilizados como a base de los indicadores de inseguridad subjetiva, es decir para medir el riesgo percibido.

Una dificultad añadida en el análisis de la inseguridad ciudadana radica no sólo en la falta de indicadores adecuados, sino también en sus propias limitaciones; ya que su elección siempre implica una selección y, por lo tanto, no puede quedar exenta de controversias teóricas y políticas.

A pesar de todas estas limitaciones, por otra parte inevitables, hay que entender que la tarea prioritaria consiste en reformular la problemática de la inseguridad ciudadana (asociada exclusivamente al peligro de la delincuencia de calle), en el contexto de la inseguridad social global, en unos términos que hagan posible afrontarla sin costes insostenibles para la libertad y la justicia.


2. LA GOBERNANZA DE LA SEGURIDAD CIUDADANA

Sin embargo, la elección e implantación de políticas y prácticas técnicamente viables (es decir, realizables) y políticamente sostenibles (es decir, aceptables socialmente) presupone la existencia de unas determinadas condiciones sociales, políticas y culturales de realización. De manera que la interacción, inevitablemente paradójica, entre la libertad de acción individualmente responsable por parte de los actores y la influencia decisiva de las condiciones sociales, políticas y culturales resulta ineludible.

En el último cuarto del siglo XX, en las sociedades industrializadas, el campo del control del delito y la justicia penal sufrió, si no un colapso o una ruptura completa, sí una crisis que hizo efecto sobre algunos de sus pilares básicos (peligro) y que dio lugar a una serie de respuestas adaptativas cuyos efectos llegan hasta nuestros días (oportunidad). Es en este periodo que, según Garland, se configura el escenario social y criminológico en el cual tendrán que desplegarse las nuevas políticas públicas; que viene marcado, especialmente en el último tercio del siglo XX, por dos hechos sociales fundamentales: la normalización de elevadas tasas de delito y las limitaciones reconocidas de la justicia penal estatal; los cuales, conjuntamente, darán lugar a un tercer hecho no menos trascendente: la erosión del mito -fundacional del Estado moderno- según el cual el Estado soberano es capaz de generar ley y orden y controlar el delito dentro de sus límites territoriales.

A principios de los años 90, cuando en las sociedades industrializadas la progresión de las tasas de delito iniciada en los años 60 parecía haber llegado a una especie de meseta, las tasas de delitos contra la propiedad y de delitos violentos registrados eran 10 veces superiores a las de 40 años atrás. Sin olvidar que las tasas correspondientes a los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial ya eran el doble o el triple de las registradas en el periodo de entreguerras. De manera que, entre las décadas de 1960 y 1990, se desarrollaron un conjunto de fenómenos en torno al delito: la expansión de un miedo difuso del delito, unos comportamientos rutinarios de evitación, unas representaciones culturales y mediáticas omnipresentes y una generalizada "conciencia del delito" que dejó de considerar las altas tasas delictivas como un desastre transitorio y pasó a contemplarlo como un riesgo normal que hay que tener presente constantemente. Así, pues, en primera instancia, la experiencia contemporánea del delito se articula -en base a una nueva conciencia atemorizada de la inevitabilidad de altas tasas de delito- en un conjunto de supuestos culturales y representaciones colectivas que ni siquiera un descenso en las tasas de delito parece capaz de alterar.

Íntimamente vinculado a la normalización de elevadas tasas de delito, y prácticamente en paralelo, tiene lugar un segundo hecho determinante en la configuración de la experiencia contemporánea del delito: las limitaciones reconocidas de la justicia penal estatal. Si hasta a finales de la década de 1960 las instituciones de justicia penal parecían capaces de resolver adecuadamente el desafío que planteaba el incremento sostenido de las tasas de delitos registrados, durante la década de 1980 y a los inicios de los años 90 se observa una clara sensación de fracaso de las agencias de la justicia penal y un reconocimiento cada vez más explícito de los límites estatales para controlar el delito.

Esta visión, más o menos soterrada en los círculos oficiales, se convierte en mucho más estridente según una opinión pública que no duda en manifestar su posición crítica ante la justicia penal (particularmente ante la acción de los tribunales y los jueces), en la cual acusa de aplicar unas penalidades demasiado indulgentes y de no preocuparse lo suficiente de la seguridad pública. En este clima de desconfianza en la capacidad de la justicia penal, las políticas públicas consideran más realista afrontar los efectos del delito que abordar el problema en sí mismo.

La crisis del control estatal del delito

Sin embargo hubo que esperar a la colisión entre estos dos hechos -la normalización de elevadas tasas de delito y las limitaciones reconocidas de la justicia penal estatal- para darse cuenta que ¡"el rey va desnudo"!. Cuestionada en diversos frentes la capacidad del Estado para cumplir debidamente su propósito de gobernar los diferentes aspectos de la vida social, sin embargo, faltaba revelar la profundidad estructural de la mencionada incapacidad: ni momentánea ni parcial, la falta de pericia para generar los niveles esperados de control del delito ponía en evidencia la magnitud del fracaso estatal.

La erosión de la capacidad estatal para generar ley y orden y controlar el delito dentro de sus límites territoriales constituye, indudablemente, una verdad extremadamente difícil de asumir por las autoridades gubernamentales, que son conscientes de los enormes costes que supondría abandonar su pretensión de ser los proveedores exclusivos de seguridad pública; ya que la contrapartida de reconocer los peligros es el fracaso de las instituciones, la justificación de las cuales es precisamente la no existencia de peligros [Beck, 2008].

En realidad, sin embargo, la confianza en el poder público para controlar el delito es -como nos recuerda Robert [2003]- una invención relativamente reciente, y más en las prácticas sociales que en los discursos de los juristas estatales. De manera que no es de extrañar que se trate de una confianza frágil que, por lo tanto, necesite muy poco para resquebrajarse. Y no se tiene que ser excesivamente sensible para percibir, bajo la fina capa del sistema penal contemporáneo, el latido persistente de los ancestrales resortes del miedo, el poder, la violencia o la venganza.

Tampoco tendría que sorprender, por lo tanto, la lentitud y la dificultad que marcan el ritmo de avance de las reformas humanitarias en el campo del control del delito y la justicia penal; y al contrario la aparente facilidad con que se retorna a principios y estrategias punitivas que, para el espíritu ilustrado, pudieran aparecer como definitivamente superadas.

A los efectos de identificar los cambios producidos en el control del delito, Garland [2005] nos propone tener en cuenta dos conjuntos de fuerzas transformadoras. En primer lugar, los cambios sociales, económicos y culturales característicos de la modernidad tardía: cambios que fueron experimentados, de manera desigual, por todas las democracias industrializadas occidentales después de la Segunda Guerra Mundial y, de forma más acentuada, a partir de la década de 1960. En segundo lugar, la combinación de neoliberalismo económico y conservadurismo social que orientó las políticas públicas desplegadas en respuesta a estos cambios y, asimismo, a la crisis del Estado del bienestar.

Siguiendo a Garland, se pone de manifiesto que los cambios producidos en el campo del control del delito y la justicia penal, durante la última mitad del siglo XX, son debidos ciertamente en la acción combinada de decisorios políticos, diseñadores de políticas públicas, criminólogos y formadores de opinión; pero sólo se explican tomando en consideración además -como condición del todo necesaria- los cambios operados tanto en la estructura social como en las sensibilidades culturales que han hecho posible -en sentido técnico- y deseable -para los sectores más influyentes del electorado- este tipo de políticas públicas.

Ciertamente, en este cambio de milenio, han convergido, por una parte, la pervivencia de los elementos estructurales propios de la modernidad capitalista y democrática y, de la otra, el despliegue de profundas transformaciones -en las esferas económica, política, social y cultural- que han afectado desde los mercados económicos globales y el sistema de Estados nacionales hasta las condiciones básicas que rigen la vida de los individuos y las familias; cambios que, tanto por su alcance como por su intensidad, no podían sino alterar sustancialmente el campo del control del delito y la justicia penal.

En todo caso, sea cuál sea el resultado, la acción de la justicia penal está condenada, por su propia naturaleza, a generar disgusto y a veces desengaño e incluso franca hostilidad en alguna de las partes implicadas en el proceso: por ejemplo, tiene que tomar medidas sobre individuos peligrosos, e incluso liberar delincuentes que se reincorporan a la comunidad una vez cumplida la condena. En estas condiciones, los diferentes actores se miran mutuamente con desconfianza y se muestran, generalmente, escépticos sobre la eficacia global del sistema de justicia penal. No resulta extraño, pues, que para una gran parte de la población, el dispositivo estatal de control del delito sea considerado más como aparte del problema de la inseguridad ciudadana que de su solución [Garland, 2005].

La tensión entre políticos y administradores

No puede entenderse, en ningún caso, que eso justifique una reducción determinista de las opciones disponibles -tanto por parte de las agencias como de las autoridades del sistema de justicia penal- para responder a los mencionados cambios y, por lo tanto, para desplegar estrategias significativamente diferentes. El protagonismo, y por lo tanto la responsabilidad, de los actores en los cambios operados en el control del delito y la justicia penal, en esta última mitad de siglo, resulta incuestionable en la resolución de los problemas de que se van planteando sucesivamente.

Así, desde los gobiernos, se despliegan dos grandes estrategias de forma esquizofrénica orientadas hacia objetivos opuestos. Por una parte, se promueven reformas institucionales y políticas públicas destinadas, de una forma u otra, a superar los límites evidenciados de la justicia penal y a corresponsabilizar la comunidad en el control preventivo del delito (estrategia comunitaria). Pero por la otra los funcionarios electos -ante las dificultades de adaptar las políticas públicas a la incómoda realidad-, con frecuencia, reaccionan politizadamente ya sea para negar la evidencia y reafirmar el mito estatal del control exclusivo del delito o bien para abonarse a unas recetas de ley y orden de resultados electorales tentadores pero de efectos sociales impredecibles (populismo punitivo).

Ciertamente, el aumento y la cronificación de las tasas, de delito registrado en niveles altos, a partir de la década de 1960, perturbó notablemente las principales agencias de la justicia penal (la policía, los tribunales, las prisiones). Al incremento del volumen de trabajo del sistema de justicia penal (delitos denunciados a la policía, investigaciones realizadas, juicios celebrados, delincuentes encarcelados) se añadió la escasez de recursos para hacer frente al incremento de la demanda. De manera que, como hemos visto, la justicia penal empezó a ser vista como parte del problema más que de la solución. La ansiedad generada por el temor de perder la confianza del público, sin embargo, provocó reacciones diferentes y no siempre complementarias en los dos grupos principales de actores institucionales: los políticos y los administrativos.

Para los actores políticos, que se mueven en el contexto de la competencia electoral, las decisiones políticas están fuertemente condicionadas por la exigencia de adoptar medidas efectivas a corto plazo, que resulten populares y que no sean interpretadas por la opinión pública como muestras de debilidad o como un abandono de las responsabilidades estatales. De manera que las decisiones políticas en el ámbito del control del delito y la inseguridad tienden inevitablemente a buscar la espectacularidad, cuando no el simple efectismo, y a evitar a todo precio que puedan ser acusadas, por la oposición política o los medios de comunicación, de alejarse del "sentido común" [Garland, 2005].

En cambio, para los actores administrativos, encargados de la gestión de las agencias del sistema de justicia penal, las exigencias propias de las relaciones públicas y del contexto político son también importantes y actúan como influencias externas de sus decisiones; aunque, en el día a día, no son las consideraciones fundamentales que gobiernan la toma de decisiones por parte de los administradores. Y aunque tienen que obedecer las leyes y directivas producidas por los políticos, éstos últimos son visualizados por los administradores como una fuerza externa y problemática, con otros intereses y agendas, más que como una parte integrante de la organización.

Así, pues, en este contexto de presión creciente sobre el sistema de justicia penal, se configura una conflictiva relación entre políticos -que acostumbran a considerar las propuestas de políticas públicas en función de su atractivo político y en relación con otras posiciones políticas- y administradores -que están obligados a centrarse en los intereses propios de la organización que dirigen-, que pone de manifiesto la existencia de dos discursos basados en diferentes visiones de la crisis del control del delito, así como en lógicas, intereses y estrategias difícilmente conciliables, que hacen muy compleja la elaboración de políticas públicas, eficaces.

Esta tensión estructural entre políticos y administradores se hace especialmente visible, incluso con particular virulencia, cuando las situaciones de crisis, por una parte, ponen a las personas bajo una presión inmensa y provocan reacciones emocionales y, de la otra, desbordan los diseños organizativos, incluso, de las agencias que están llamadas a afrontar diferentes tipos de crisis, cómo puede ser el caso de la policía, los bomberos o el ejército [Boin, 2007]. Todavía más, quizás, en un ámbito de la gobernabilidad tan lleno de conflictos como lo es el sistema de justicia penal; en qué de forma cotidiana se tienen que tratar casos que, en condiciones de alta visibilidad pública y tensión emotiva, ponen a prueba la capacidad estatal para mantener el orden.

La opinión pública y los medios de comunicación

Este nuevo escenario no sólo ha alterado el papel concedido a los actores institucionales (políticos y administrativos), y en particular a la policía, sino que también ha concedido un protagonismo, hasta hace pocos años inimaginable en el campo del control del delito, a un conjunto variado de nuevos actores. Hasta el punto que, como hace resaltar Roché [2004], la eventual coordinación de estos diferentes niveles de administración y los nuevos actores constituye uno de los aspectos cruciales de la gobernanza de la seguridad ciudadana.

El efecto combinado de la normalización de elevadas tasas de delito y las limitaciones reconocidas de la justicia penal estatal -que explica, cómo hemos visto, la crisis del control estatal del delito- impactó no sólo en las agencias de justicia penal sino, por descontado, también y profundamente en la opinión pública.

No se trata sólo de la pérdida de confianza en el poder estatal de controlar efectivamente el delito sino, más allá de un descontento intenso pero pasajero, de la configuración de un nuevo "sentido común", sustentado especialmente en las clases medias, emocionalmente identificado con las víctimas del delito, beligerante contra los derechos del delincuente y profundamente crítico con las actuaciones de la justicia penal.

Pero no hay que olvidar que las actitudes de "sentido común" se caracterizan, con demasiada frecuencia, por una visión totalitaria que se ampara en una mezcla explosiva de suposiciones frívolas y dogmas ideológicos, y que confluyen en una demanda inflexible de justicia y castigo -que en realidad equivalen a venganza-, así como de protección a todo precio.

Planteado así, el problema de la inseguridad ciudadana es indudable que no tiene solución. Cae por su propio peso en el cual la aplicación simultánea de todos y cada uno de estos principios absolutos se convierte, simplemente, imposible. Eso se puede entender todavía mejor cuándo se contrastan, estas exigencias inflexibles, con la limitación de los recursos puestos a disposición de la justicia penal, las exigencias jurídicas en materia de prueba, la capacidad de acción de la defensa y las posibilidades de acuerdos en torno a la sentencia. De manera que no resulta fácil evitar que el público, frecuentemente, sea incapaz de entender las decisiones de la justicia penal y que, en muchos de estos casos, simplemente se escandalice.

Pero al referirnos a la opinión pública, en la era de la información, tenemos que tener necesariamente en cuenta el complejo pero importante papel ejercido por los medios de comunicación de masas y, sobre todo, de la televisión -que en la segunda mitad del siglo XX se consolidan como una institución central de la modernidad- en la formación de este sentido común contemporáneo, relativo al control del delito y la justicia penal, contenido en la opinión pública.

La influencia de los medios de comunicación sobre el fenómeno de la inseguridad ciudadana es objeto de un debate que no presenta síntomas de llegar a una conclusión satisfactoria. Por una parte, no hay elementos que permitan sostener, fundamentadamente, la tesis que reduce la opinión pública, prácticamente, a una mera creación de los medios de comunicación. Cómo tampoco, en el otro extremo, puede limitarse la participación de los medios de comunicación, en la formación de las percepciones populares sobre el delito, a una simple función de espejo de la realidad. Ni tanto ni tan poco. Y, probablemente, un poco de cada uno de estos atributos que tan rotundamente le son asignados a los medios de comunicación, pero en la justa medida.

Antes de nada, no se puede olvidar que los medios de comunicación de masas, en la sociedad mediática, se posicionan en un doble y complementario ámbito de poder: económico (forman parte, cada día más, de grandes corporaciones comerciales -progresivamente transnacionales- que luchan ferozmente, en el mercado de la información y el entretenimiento, para obtener los máximos beneficios a través de la explotación de máximas audiencias) y político (necesitan el poder político tanto como resultan imprescindibles para su ejercicio). Es decir, por si quedara alguna duda, los medios de comunicación no constituyen, exactamente, lo que parece anunciar la literalidad de su denominación: unos simples medios (desprovistos de interés propio) que se limitarían a informar sobre -cómo les gusta proclamar- "el qué pasa" sin añadir ni sacar nada en su provecho.

A estas alturas, no estamos aquí para considerar la legitimidad de los intereses propios (comerciales y políticos) que puedan defender, en cada caso, los medios de comunicación de masas, y en particular los televisivos; y todavía menos para recurrir a la siempre seductora "teoría de la conspiración" con el fin de cerrar con una explicación simple el complejo papel jugado por los medios en la formación del "sentido común" sobre el control del delito. Sin embargo, sí que hay que señalar que, en el crecientemente competitivo mercado del infoentretenimiento, no se trata de no atender necesidades materiales sino psicológicas y, por lo tanto, el reto consiste a ofrecer productos mediáticos destinados tanto a satisfacer deseos como a canalizar temores. Y si se trata de satisfacer deseos y temores, entonces la materia prima del negocio comunicacional, especialmente en su variedad audiovisual, no puede ser ninguna otra que una sucesión constante de novedades (impactantes, sorprendentes, emocionantes, desconcertantes y, todavía más, aterradoras) a todo precio [Gil Calvo, 2006].

No hay que insistir aquí en un hecho evidente: los medios de comunicación no producen ni las elevadas tasas de delito ni la erosión de la confianza en la capacidad estatal de controlar el delito. Pero tampoco, habría que aclarar, que en absoluto se limitan simplemente a informar sobre “esto”. Para Margaret Thatcher “esto” de la sociedad no existe y, en cambio, para muchos sociólogos -en un "thatcherisme invertido" - no existe nada que no sea sociedad [Beck, 2008]. El "sentido común" sobre el control del delito es, a pesar de unos y otros, una construcción psicosocial; es decir, un proceso por el cual un individuo, en interacción con muchos otros, se forma o bien se adhiere a una visión determinada sobre el funcionamiento del control del delito y la justicia penal. Y en la sociedad actual, el proceso de formación de este "sentido común" incluye, ya indispensablemente, los medios de comunicación. Lagrange [Robert, 2003] lo formula en unos términos sugerentemente equilibrados: los medios de comunicación reflejan una preocupación que no han creado, unos puntos de cristalización sobre violencias emblemáticas, y su influencia sobre la percepción de inseguridad ciudadana sólo se produce en caso de consonancia entre la vivencia del lector o espectador y el mensaje mediático.

A la revolución mediática que, sobre todo a partir de la década de 1960, cambió las relaciones sociales y las sensibilidades culturales -liderada, en primer lugar por los diarios de circulación masiva, después por la radio y finalmente por la televisión- hay que atribuirle, también, un doble impacto específico en la configuración del "sentido común" contemporáneo relativo al control del delito y la justicia penal. El éxito global de los medios de comunicación de masas, y la consiguiente perspectiva cosmopolita, hizo estallar los límites que mantenían fragmentados y relativamente estancos los mercados locales de la información -centrados en realidades étnicas, sociales y culturales particulares- y, con esto, va a "acercar" por todas partes los riesgos y problemas específicos que antes quedaban lo bastante aislados como para no poder alimentar una inseguridad difusa a escala global. De manera que, en la escenificación territorialmente indiscriminada del delito a escala global -a través de los medios de comunicación de masas-, todos podemos sentirnos expuestos ya no sólo a riesgos reales que se corresponden con la realidad delictiva local, sino también a riesgos percibidos que se alimentan de la narración indiferenciada, a través de los medios globales de comunicación, de problemas que afectan a grupos sociales y territoriales muy diversos y alejados entre sí.

Sin embargo, esta homogenización del espacio comunicacional no sólo facilita la propagación global -más allá de la experiencia local y directa compartida- de una inseguridad difusa (la percepción que todos podemos resultar víctimas de cualquier delito), desterritorializada (la percepción que todo puede pasar en todas partes) y, por lo tanto, inquietante (la percepción que incluso los delitos más aberrantes constituyen un problema de todos). Así mismo, la televisión se convierte en el escaparate que muestra a todo el mundo los nuevos estilos de vida y los correspondientes patrones de consumo que a la hora de la verdad, en las posibilidades reales de acceso, quedan limitados exclusivamente a un sector social restringido; con el correspondiente efecto perturbador para unos amplios sectores de población que se ven, de esta manera, atrapados en el cruel despropósito que el biólogo Jean Rostand [1986] atribuía a un falso liberalismo: «dejar todas las puertas abiertas, pero prohibir ferozmente que se entre».

CONCLUSIÓN

La inseguridad ciudadana no es, como todavía sostienen algunos, una neurosis colectiva. Tampoco se corresponde necesariamente, con un aumento constante de todos los hechos delictivos. Ni tanto ni tan poco.

Hay un hecho crucial que ha marcado con fuego las inseguridades de la sociedad contemporánea: la explosión, en los últimos treinta años, de la mal denominada pequeña delincuencia, es decir de los hurtos y los robos, así como las agresiones personales. Esta realidad, que no parece fácil de eludir, explica en buena parte que el miedo al delito se haya situado entre las principales preocupaciones de los ciudadanos y, todavía más, que se mantenga tan tenazmente.

Mucho más sorprendente resulta la resistencia persistente de las autoridades y las policías a aceptar este hecho evidente: la delincuencia contra los bienes y las personas ha aumentado al mismo ritmo, prácticamente, que se desplegaba la sociedad de consumo masivo y, en particular, de bienes personales de gran valor económico y simbólico (p.ex.: iphones, teléfonos móviles, ordenadores portátiles, accesorios de automóvil, etcétera); es decir, exponencialmente.

En el otro extremo, la prospera industria privada de la seguridad no deja de recurrir a un marketing tan alarmista como eficaz: ¡sálvese quien pueda! (es decir, quien disponga de los recursos necesarios para pagarse una protección individualizada). Y en esta situación, los medios de comunicación no han tardado en descubrir y difundir el carácter dramático y espectacular de la delincuencia; la cual, está claro, ha adquirido un protagonismo creciente en la industria global del infoentretenimiento.

Llegados a este punto resulta prácticamente ineludible incurrir en una obviedad: ¿en qué quedaría la oferta (tanto de la industria privada de la seguridad como de los medios de comunicación) sin la existencia de una demanda (no sólo latente sino bien activa) de seguridad, si no a casi cualquier precio (tanto en términos económicos como de pérdida de libertad)? Quién no lo vea, se podría preguntar, por ejemplo, qué otra indignidad estamos todavía dispuestos a aceptar a la hora de pasar los controles de Access en los aviones.

Quizás resulte más ecuánime adoptar una visión el más integral posible del fenómeno de la inseguridad ciudadana que rehúya la tentación maniquea y simplificadora, de la cual nadie puede quedar exento. Plantearnos algunas cuestiones pertinentes, quizás nos pueda ayudar.

¿Qué se primero el huevo (la demanda de seguridad) o la gallina (la oferta de seguridad)? Sabemos que la una no sería nada sin la otra y que, por lo tanto, comprendiendo a una de ellas no sólo se estén la otra sino que, todavía más importante, se ve el conjunto en su funcionamiento completo.

Pero también, ¿qué dimensión resulta más relevante en el fenómeno de la inseguridad ciudadana: ¿la objetiva (la delincuencia) o bien la subjetiva (el miedo a la delincuencia)? Sin unos niveles elevados de delincuencia difícilmente se podría alcanzar unos niveles igualmente tan altos de miedo a la delincuencia. Ciertamente, pero las encuestas de victimización también nos dicen que una bez/golpe configurada el miedo genérico a la delincuencia (que no la específica a ser víctima de una agresión evidente e inmediata), ésta ya no evoluciona en paralelo a la realidad delictiva. Es decir que tarro, y así sucede en realidad, reducirse la delincuencia en un momento y en un lugar/sitio determinados y no por/para eso producirse la correspondiente y automática disminución del miedo asociado a la delincuencia. Y viceversa, está claro.

Lo cual nos podría llevar a plantearnos, encara, una tercera cuestión: ¿La inseguridad ciudadana está hecha exclusivamente del miedo a la delincuencia o bien cataliza otros miedos que, quizás, no encuentran un pretexto tan directo que les permita expresarse? Las incertidumbres y las inseguridades globales propias de la nuestra era son, no hay que insistir, descomunales (el cambio climático, sin ir más lejos), pero difusas (parece que, de momento, afecta en otros o bien todavía no se manifiesta en sus efectos extremos) y en muchos casos percibidas localmente como remotas en el tiempo y/o en el espacio (¡eso no pasa aquí!). Todo lo contrario, el ladrón o el agresor son figuras perfectamente identificables, individualizables, perseguibles, que se pueden someter a juicio y, en último caso, que pueden ser castigadas. Correspondientemente, un robo o una agresión es un hecho concreto, tangible, visualizable, y registrable, que permite ser contabilizado y tratado estadísticamente. ¡Qué diferencia con ésta multitud de riesgos difusos, de los que no podemos tener más que indicios discutibles y que, a pesar de todo o precisamente por eso, se encuentran al origen no siempre consciente de la incertidumbre y la inseguridad contemporáneas! El miedo a la delincuencia parece inventado para facilitar la imprescindible cristalización en un objeto concreto, próximo y visible de ésta multitud de incertidumbres e inseguridades que amenazan tan gravemente la cohesión social.

En la societat del risc, la demanda de seguretat ciutadana es configura més aviat en base a la percepció d’inseguretat existent a l’opinió pública que no pas a la realitat delictiva. Així s’explica que els governs, en termes generals, reaccionin esporàdicament als brots de por a la delinqüència, més que no pas responguin raonada i raonablement a l’evolució de la delinqüència. Vet aquí, doncs, l’aparent paradoxa: d’una banda, es promouen reformes institucionals i polítiques públiques destinades, d'una forma o altra, a superar els límits evidenciats de la justícia penal i a coresponsabilitzar la comunitat en el control preventiu del delicte (estratègia comunitària) i, de l’altra, els funcionaris electes –davant de les dificultats d'adaptar les polítiques públiques a la incòmoda realitat-, sovint reaccionen polititzadament ja sigui per negar l'evidència i reafirmar el mite estatal del control exclusiu del delicte o bé per abonar-se a unes receptes de llei i ordre de resultats electorals temptadors però d'efectes socials impredictibles (populisme punitiu).

Aquest fet explicaria la coincidència entre opinió pública, mitjans de comunicació i autoritats governamentals en el poc apreci manifestat per l’anàlisi de les causes que ens informarien sobre l’origen de les diverses manifestacions delictives i, consegüentment, també per l’escassa atenció a la necessitat de disposar d’indicadors prou més fiables que no pas els actuals. I tot plegat ens aboca, ineludiblement, a persistir en polítiques públiques de seguretat ciutadana basades més en les variacions, sovint incomprensibles, de l’opinió pública enlloc de en un coneixement fiable i actualitzat de l’evolució de la delinqüència. Tot i saber-ne prou bé les limitacions, i fins i tot els costos i les contraindicacions, ens entossudim doncs en esperar a reaccionar enlloc d’anticipar-nos preventivament mitjançant conductes prudents que, eventualment, ens permetin minimitzar els riscs de victimització delictiva.

Persistir en aquesta conducta erràtica, marcada més per les variacions en la inseguretat manifestada per l’opinió pública que no pas en la realitat delictiva, no dibuixa un horitzó gens esperançador per a la imprescindible seguretat col.lectiva i, ben al contrari, obre nous interrogants que vénen a qüestionar el caràcter de bé públic que havíem convingut en atorgar a la seguretat. ¿No es deu estar transformant, la seguretat, en un bé que es compra, en lloc d'un servei que s'espera de les administracions públiques?, es pregunta Ulrich Beck. En tot cas, les aparentment consistents fronteres entre seguretat pública i privada sí que semblen esvair-se precipitadament.

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